jueves, 2 de abril de 2009

Atrapados por el subsidio de paro


Una leyenda negra afirma que los perceptores de rentas mínimas de inserción o subsidios por desempleo prolongan indebidamente la situación para vivir a costa del presupuesto público sin dar un palo al agua.


Esto podría ser cierto en el caso minoritario de personas que tuvieran una clarísima vocación de pobres, ya que la cuantía de este tipo de rentas se establece en niveles lo suficientemente bajos como para desanimar a la gente integrada en el sistema a vivir de ellas.

Más allá de la colección de tópicos gratuitos, las investigaciones de campo realizadas con objetividad concluyen que la verdadera razón por la que los perceptores de estas prestaciones se “enganchan” a ellas no obedece a una especial proclividad a la molicie. Más bien es el propio sistema el que los atrapa en lo que se ha denominado trampas de pobreza (poverty traps) o trampas de desempleo (unemployed traps).

Por definición, tanto las rentas mínimas de inserción como los subsidios por desempleo están sujetos a la condición de que el perceptor no efectúe ningún tipo de trabajo remunerado. Lo que significa que si a un perceptor de la ayuda se le ofrece la oportunidad de efectuar algún pequeño trabajo se enfrenta a un tremendo dilema: si acepta el trabajo perderá el subsidio y volverá a la pobreza; si rechaza el trabajo mantendrá el subsidio, pero como su cuantía está por debajo del umbral de pobreza, seguirá sumido en ésta. No estamos hablando, por supuesto, de un empleo bien remunerado, sino de alguna actividad eventual que le permitiera complementar el magro ingreso del subsidio. Esto conduce a una situación dramática. Los perceptores de una renta de este tipo, lograda tras superar arduos trámites administrativos, no pueden permitirse el lujo de perder esa ayuda por una eventualidad pasajera. Por ejemplo, aceptar un empleo de tiempo parcial o completo cuyo salario neto, aproximándose al nivel del beneficio neto, suponga para el interesado la pérdida de la totalidad del beneficio.

La gente que se halla en situación de precariedad tal vez no esté titulada en una escuela de Economía, pero echa sus cuentas con mucho más realismo que muchos teóricos de gabinete. Si a una persona que percibe un subsidio de 55 se le ofrece un salario de 100, que una vez efectuada la retención fiscal se queda en 90, es normal que lo rechace ya que el hecho mismo de trabajar genera costos adicionales (transporte, comida fuera de casa, guarderías, etc) que anulan el diferencial de beneficio obtenido con la venta de tiempo vital. Ante el dilema, la opción más frecuente suele ajustarse al principio de “más vale pájaro en mano”. Optar por la ayuda oficial asegura al menos cierta continuidad en la obtención de un ingreso.

Un problema adicional surge desde el momento en que las ayudas nunca son individuales, sino que, por regla general, el test de recursos se aplica sobre el ingreso conjunto del grupo familiar. En este caso, la condicionalidad también desalienta la aceptación de empleos de tiempo parcial o temporales por parte de uno u ambos miembros del grupo, para evitar superar el tope por encima del cual se verían privados del subsidio. Este conjunto de factores determina que quienes quedan atrapados en estas trampas del desempleo o de pobreza se vean fuertemente desincentivados a trabajar: sólo pueden escapar a la pobreza si logran conseguir un empleo cuyo salario (previo a las deducciones impositivas) sea considerablemente superior al nivel del beneficio.

Un efecto colateral es el fraude, cuya forma más habitual consiste en completar los ingresos del subsidio con algún trabajo sin registro —trabajo negro o sumergido—. Espoleados por la necesidad, parece lógico que muchos individuos recurran a las artimañas a su alcance para atenuar los efectos negativos de la trampa. Los darwinistas sociales han de aplaudir necesariamente a quienes hacen gala de su habilidad para la supervivencia. Pero una concepción inteligente del sistema de protección social debería corregir esas trampas generadas por el propio sistema.

Es aquí donde cobra relieve la propuesta que muchos venimos defendiendo desde hace años, de reformar el sistema de protección social introduciendo la Renta Básica de Ciudadanía. Un ingreso de este tipo, percibido de manera universal e incondicional por todas las personas con derecho a voto, permitiría compatibilizar la percepción de un derecho universal con cualquier otro ingreso. Eliminado los efectos perversos de los sistemas asistenciales que desaniman a la gente a buscar un trabajo.

NOTA: El seguro de desempleo es una prestación de tipo contributivo, financiada por los propios trabajadores a través de las cotizaciones obligatorias que mensualmente se detraen de sus nóminas “por contigencia de desempleo”. El seguro de desempleo opera de forma similar al de otros seguros que cubren riesgos en bienes muebles o inmuebles. El tomador del seguro —la persona que contrata éste con la entidad aseguradora— paga una cuota —cotiza— para prevenir una determinada contingencia: un accidente de tráfico, un escape de agua n un pedrisco que arruina una cosecha, etc. La cuantía y duración del pago de este seguro depende de los importes y períodos cotizados previamente. Su alcance fue sensiblemente recortado por sendos Decretazos de los gobiernos de Felipe González (Real Decreto-Ley 1/1992) y José María Aznar (RDL 5/2002). En cuanto al subsidio por desempleo constituye la última red de protección social a la que pueden acceder los desempleados de larga duración que agotaron el derecho a percibir la prestación contributiva. No es una prestación de tipo asistencial en sentido estricto ya que, entre los requisitos para obtenerla, se exige haber cotizado al sistema.

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